jueves, 25 de octubre de 2007

En Tierra de Nadie

Para J.C.Onetti

Los lancheros lo encontraron, pisándolo casi, encogido, negro, rodeado de perros sucios y alertas, delirando en voz baja –el viento duro y el frío de la noche habrían maltratado su garganta, ya no quedaba ni siquiera saliva suficiente para otro, último escupitajo-, seguro de que alguien lo escuchaba, los últimos rastros de la fe que lo había hecho regresar a Santa María. ¿Para qué? Para susurrar: Por qué me has abandonado, por qué me has dejado. No era una pregunta, era una simple afirmación.
Sintió el par de labios resecos, descuidados, casi pudo jurar que morados, antes de abrir los ojos. Fue un beso carente de remedio, por tanto sincero, un minúsculo instrumento de tortura que flageló su boca semiabierta, como a la espera de abrir paso, darle salida a algo en su interior. Aquel suplicio fue corto pero intenso, sin ritmo. Cuando abrió los ojos a esa madrugada hostil, todavía tirado en el muelle y envuelto en su ropaje oscuro, trató en vano de encontrar al responsable. Sin embargo creyó ver un bulto humano que río abajo se lanzaba desenfadado y sin fuerzas a las aguas verdes y profundas.
Resguardó conscientemente sus ojos enrojecidos bajo los párpados y lo asaltó la imagen del mucamo. Algo le dolió y tuvo que abrirlos. Sus ropas estaban mojadas a pesar de ser bastante gruesas. Con una mano se tocó las dos rodillas saltadas, congeladas, azules.
Quiso preguntar algo, preguntarse: Todo parecía aclarado. No había más cuestionamientos, solamente quedaba afirmar. ¿Afirmar qué?
Su boca seguía entreabierta, expectante, casi autista, cuando oyó a los lancheros que había estado esperando. Su espalda casi tocaba el suelo pese a haber recogido un poco los codos hacia atrás, fue entonces cuando creyó que debía sacar algo y así, sin tomar posición, sin buscar –sabía que no encontraría- fuerzas para levantarse, carraspeó una, dos, tres veces hasta juntar un poco de saliva seca, pastosa, y con un ligero y conocido movimiento interno entre tráquea, muelas y mejillas, auxiliado por la inerte lengua (la sustancia quedó cerca de los labios) mecánicamente lanzó hacia su izquierda aquel escupitajo. Su boca, por fin, se cerró. Cuando sintió que los lancheros se le acercaban empezó a musitar: ¿Por qué me has abandonado, por qué me has abandonado Brausen?

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